Una irresistible obsesión se apoderó de él: que su Finnegans Wake se había infiltrado en el cerebro de su hija y la había trastornado. Había concebido Finnegans Wake como una novela de la noche inconsciente (en tanto que opuesta al día de Ulises), una novela de oscuros juegos de palabras y asociaciones que quizá se aproxima todo lo que una obra literaria puede hacerlo al cerrado mundo de la psicosis, sin ser demente ella misma. Seguramente esto había precipitado las enigmáticas expresiones de Lucía. "Cualquier posible chispa del don que yo poseo -decía Joyce amargamente- ha sido transmitida a ella y ha encendido un fuego en su cerebro".
Su superstición tenía sus raíces en la casi telepática empatía que existía entre ellos. Él comprendía institivamente la abrasadora soledad de la enfermedad de Lucía. La locura nos arranca del lenguaje común de la vida, el lenguaje del que Joyce también se había apartado, o que había superado. Todos tememos en algún momento que "nuestro" mundo y "el" mundo estén irremediablemente separados. La psicosis es la realización de este temor. Uno piensa en aquel paciente maníaco sometido a un detector de mentiras, al que le preguntaron si se creía que era Napoleón. Replicó, "no", pero la máquina registró que estaba mintiendo. La inmersión de Joyce en los entresijos de la mente de Lucía era un intento de rescatarla de aquella doble mentira, un intento de mostrarle que él también hablaba su lenguaje. Y si él lo hablaba, entonces ¿cómo podía ella estar loca, o sentirse sola?
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