Últimamente no tengo oportunidad de ver demasiado cine. Y cuanto menos cine veo más nostalgia siento por aquellas épocas en que a menudo me colaba en maravillosas historias ajenas. El otro día, mientras "nostalgiaba" me sorprendí a mi misma recordándome que quizás fue ella la que plantó la semillita de mi gusto por el séptimo arte. Recuerdo con un cariño inmenso todas aquellos viernes y sábados por la noche, cuando las tres nos entregábamos felices al ritual de repartirnos los asientos, apagar la luz y dejar que nos contaran una dulce historia en blanco y negro. Casi siempre eran historias de amor. Por aquel entonces mi generación era ingenua y cándida (y yo el doble que el resto) y amor y romanticismo entendido en el más tierno sentido de la palabra eran sinónimos.
Quizás por todo esto me acuerdo especialmente de "La Heredera". Esta película me impactó mucho. Recuerdo que me encantó, al mismo tiempo me sorprendió y con el paso del tiempo he descubierto que probablemente lanzó contra aquella inonencia dos nuevos inquietantes conceptos hasta entonces inimaginables para mí: traición y venganza.
No he vuelto a ver la película. He de reconocer que en estos casos siempre temo al redescubrimiento, porque nunca sé cómo resultará y el miedo a la decepción es demasiado grande. Necesito mantener mis mitos intactos. Es una gran película, seguro que no me parecería lo contrario ahora, de hecho creo que es de las mejores de William Wyler, pero supongo que esa sensación de descubrimiento no se volvería a repetir.
Algún día, cuando un viernes por la noche me siente en el salón con mi niña a ver películas en blanco y negro, seguro que veremos "La Heredera".