Les pongo en antecedentes. Lejos de elegir vivir una vida tranquila y apacible, regida por el trinomio protector familia-trabajo-amigos, yo desarrollé un interés por ir más allá en el conocimiento de la naturaleza humana. Quise salir de la burbuja para respirar un aire que sabía que encontraría más contaminado y viciado pero también más auténtico. No quería filtros en mi camino y comencé a andar sin mascarilla.
Mi gran él siempre me advirtió: "ese no es mundo para ti, no tienes el estómago que se requiere, tus jugos gástricos no dejarán de segregar principios y te saldrá una úlcera con carácter de crisis existencial sin retorno". Yo siempre me defendí: "adoptaré mi forma estoica, me han enseñado a aceptar los mundos subterráneos que se sumergen en las sustancias grises pero creo en el triunfo de la virtud humana".
En el complicado mundo de la ambición y los intereses proliferan especímenes que inundan con sus miserias la marea de la civilización, pero hasta ahora siempre encontré en el horizonte islotes que quedaban a flote, a los que nadar, a los que aferrarse con el convencimiento de que ellos no se hundirían y sobre los que se construirían nuevas urbes no infectadas.
Ja.
Ayer, a mis veinte finales, después de haber sufrido en el trayecto la sed y el agotamiento de las traiciones, de las decepciones, las hipocresías y las pirañas cebadas con títulos académicos que elevan soberbias y arrancan corazones llegué esperanzada a uno de esos islotes. Cuando arribé a la orilla me puse en pie y entonces se me desprendió la venda de los ojos. Había llegado a la isla donde habita la erótica del poder y los inexcrutables caminos de la pitopausia están plagados de perfúmenes caros, reservados de restaurantes, frías habitaciones de hotel, inexistentes reuniones de trabajo nocturnas, niñas pijas universitarias, saludos esquivados y cabezas agachadas. En esa isla no encontraría mi salvación, estaba habitada por parejas imposibles, parejas condenadas a la invisibilidad pero que no podían disimular que el hedor a mezquindad y decadencia que lo embriagaba todo provenía de ellas... Recogí la venda avergonzada de mis pies y me tapé con ella la nariz. Di media vuelta y me volví a adentrar en la marea, esta vez sin rumbo.
Allí encontré a mi amiga, también de vuela de la desilusión, que mientras nada conmigo me pregunta consternada: "¿qué nos queda?".
¿Qué les quedó a Fidel Castro y el Che Guevara, a Bob Dylan y Joan Baez, a Felipe González y Alfonso Guerra?
A nosotras, con ellos y los cincuenta esperándonos para escribirnos a fuego el epílogo, puede que sólo nos quede el consuelo de la dieta de los lunes y la promesa de que como mucho se comprarán un BMW.
Y quizás el problema sea que nosotras, en lo que a ellos se refiere, no creemos en integridades gobernadas en división de poderes que destruyen coherencias, con los espejismos de mitos que nos fabricamos puede que sólo nos quede destruirlos a todos antes de que al acercarnos nos sigan abofeteando.